22.7.10

Sociología de la imagen

(Por Silvia Rivera Cusicanqui)


Desde hace tiempo he venido trabajando sobre la idea de que en el presente de nuestros países continúa en vigencia una situación de colonialismo interno. Y es en este marco que voy a hablar ahora sobre lo que llamo la sociología de la imagen, la forma como las culturas visuales, en tanto pueden aportar a la comprensión de lo social, se han desarrollado con una trayectoria propia, que a la vez revela y reactualiza muchos aspectos no conscientes del mundo social. Nuestra sociedad tiene elementos y características propias de una confrontación cultural y civilizatoria, que se inició en nuestro espacio a partir de 1532. Hay en el colonialismo una función muy peculiar para las palabras: las palabras no designan, sino encubren, y esto es particularmente evidente en la fase republicana, cuando se tuvieron que adoptar ideologías igualitarias y al mismo tiempo escamotear los derechos ciudadanos a una mayoría de la población. De este modo, las palabras se convirtieron en un registro ficcional, plagado de eufemismos que velan la realidad en lugar de designarla.
Los discursos públicos se convirtieron en formas de no decir. Y este universo de significados y nociones no-dichas, de creencias en la jerarquía racial y en la desigualdad inherente de los seres humanos, van incubándose en el sentido común, y estallan de vez en cuando, de modo catártico e irracional. No se habla de racismo, y sin embargo en tiempos muy recientes hemos atestiguado estallidos racistas colectivos, en enero del 2007 en Cochabamba, o en mayo del 2008 en Sucre, que a primera vista resultan inexplicables. Yo creo que ahí se desnudan las formas escondidas, soterradas, de los conflictos culturales que acarreamos, y que no podemos racionalizar. Incluso, no podemos conversar sobre ellos. Nos cuesta hablar, conectar nuestro lenguaje público con el lenguaje privado. Nos cuesta decir lo que pensamos y hacernos conscientes de este trasfondo pulsional, de conflictos y vergüenzas inconscientes. Esto nos ha creado modos retóricos de comunicarnos, dobles sentidos, sentidos tácitos, convenciones del habla que esconden una serie de sobreentendidos y que orientan las prácticas, pero que a la vez divorcian a la acción de la palabra pública.
Las imágenes nos ofrecen interpretaciones y narrativas sociales, que desde siglos precoloniales iluminan este trasfondo social y nos ofrecen perspectivas de comprensión crítica de la realidad. El tránsito entre la imagen y la palabra es parte de una metodología y de una práctica pedagógica que, en una universidad pública como la UMSA, me ha permitido cerrar las brechas entre el castellano standard-culto y los modos coloquiales del habla, entre la experiencia vivencial y visual de estudiantes –en su mayoría migrantes y de origen aymara o qhichwa– y sus traspiés al expresar sus ideas en un castellano académico.
Por otra parte, desde una perspectiva histórica, las imágenes me han permitido descubrir sentidos no censurados por la lengua oficial. Un ejemplo de ello es el trabajo de Waman Puma de Ayala, cuya obra se desconoció por varios siglos, y hoy es objeto de múltiples estudios académicos. Su Primer Nueva Coronica y Buen Gobierno es una carta de mil páginas, escrita hacia 1612-1615 y dirigida al Rey de España, con más de trescientos dibujos a tinta. La lengua en la que escribe Waman Puma está plagada de términos y giros del habla oral en qhichwa, de canciones y jayllis en aymara y de nociones como el “Mundo al Revés”, que derivaban de la experiencia cataclísmica de la conquista y de la colonización. Esta noción del Mundo al Revés vuelve a surgir en la obra de un pintor chuquisaqueño de mediados del siglo diecinueve, que en su azarosa vida política como confinado y deportado, llegó a conocer los lugares más remotos del país y a convivir con poblaciones indígenas de las que apenas se tenía noticia –como los Bororos en el Iténez o los Chacobos y Moxeños en las llanuras orientales. Para él, el Mundo al Revés aludía al gobierno de la república, en manos de bestias, que uncen a la gente de trabajo al arado de los bueyes (Rivera 1997). Ciertamente, Melchor María Mercado no conoció la obra de Waman Puma, que fue descubierta en una biblioteca en Copenhague recién a principios del siglo pasado. Esta idea tuvo que llegarle a partir de la tradición oral, quizás basada en la noción indígena de Pachakuti, la revuelta o vuelco del espacio-tiempo, con la que se inauguran largos ciclos de catástrofe o renovación del cosmos.
Mundo al Revés es una idea recurrente en Waman Puma, y forma parte de lo que considero su teorización visual del sistema colonial. Más que en el texto, es en los dibujos donde el cronista despliega ideas propias sobre la sociedad indígena prehispánica, sobre sus valores y conceptos del tiempo-espacio, y sobre los significados de esa hecatombe que fue la colonización y subordinación masiva de la población y el territorio de los Andes a la corona española.
Una primera idea es la de orden/desorden. Son varias las secuencias en que toca este tema. Al principio de la crónica, muestra diversos tipos de órdenes: el orden de las edades, el orden de las calles o distribuciones espaciales en los centros poblados, y el calendario ritual. A pesar de que adopta el calendario gregoriano, esta secuencia nos muestra el orden de las relaciones entre los humanos y el mundo sagrado, que acompaña tanto las labores productivas como la convivencia comunal y los rituales estatales. Pero luego de haber detallado los daños de la conquista, los abusos del corregidor y las brutales usurpaciones y daños perpetrados por la ambición del oro y de la plata, vuelve al tema del calendario, pero esta vez despojado de la ritualidad pagana. Así muestra un orden productivo no exento de ritualidad y devociones, en el que se suceden los meses y las labores y se enlaza el santoral católico con las rutinas del trabajo. Este orden se funda en la tierra y tiene nexos con el calendario ritual de las primeras páginas. De este modo, se pone en evidencia la centralidad de la comida y de la labor productiva en el orden cósmico indígena. En la crónica, este es un argumento contundente contra la usurpación de tierras y la explotación laboral. Para convencer al rey de que debe poner orden y buen gobierno en sus colonias, exclama: “Con la comida se sirve a Dios y a su Majestad. Y adoramos a Dios con ella. Sin la comida no hay hombre ni fuerza” (p. 1027). La exposición del Calendario agrícola tiene pues un fin pedagógico: “Se le ha de ver y considerar de los pobres indios deste reino, mirando estos dichos meses todo los que coméis a costa de los pobres indios deste reino del Perú”. Es pues, un adecuado cierre a la larga exposición de penurias, el mostrar los fundamentos de toda sociedad y de todo gobierno, en la labor productiva de los agricultores.
El calendario ritual que describió al principio se puede ver entonces desde otra perspectiva: su basamento es, de igual manera, el sostener una relación equilibrada con la tierra y con el orden cósmico representado por los astros, las montañas y los elementos. A pesar de que Waman Puma ha adoptado el calendario gregoriano que comienza en enero y termina en diciembre, en todo este ciclo se asienta la ritualidad estatal, y el orden del buen gobierno. Este sentido del bien común se basa en múltiples relaciones: de los humanos con la naturaleza, de las familias con la comunidad, y de las comunidades con sus autoridades y con el Inka. El conjunto de relaciones obedece a un orden cósmico, en el que dialogan de modo sucesivo y cíclico los gobernantes, los gobernados, y la tierra que los nutre. En contraste con la obsesión monotemática de los conquistadores con los metales preciosos, que narrará en los siguientes capítulos, aquí destaca la diversidad de objetos sacrificiales y la precisión de sus relaciones con el espacio o el momento particular de la ofrenda.
La descripción del orden espacial tiene también un fin aleccionador y contrastivo. Las jerarquías se expresan en una forma de ocupar el espacio que distingue las edades y los sexos en una estructura de mayor a menor prestigio y reconocimiento. Estas jerarquías se expresan en las “calles”, ocupadas por distintos estratos de hombres y mujeres, que funcionan como un espejo de la jerarquía social. Veamos el ordenamiento del espacio de las mujeres. En la “primera Calle”, el sitio de mayor jerarquía, se encuentra una Awacoc Warmi (mujer tejedora) de treinta y tres a cincuenta años.
La segunda “calle” es ocupada por mujeres mayores de cincuenta años, la tercera por las viejas de ochenta y la cuarta por las tullidas y enfermas que, como hemos visto en el mes de agosto, cumplían funciones rituales que las colocaban por encima de las jóvenes casaderas. La Quinta calle es entonces el lugar de las solteras, hasta los treinta y tres años. Hay aquí una valoración positiva de la experiencia y del trabajo, que contrasta radicalmente con el culto a la juventud y a la belleza, propia de la sociedad invasora. Sin embargo, el texto muestra una serie de conceptualizaciones peyorativas hacia las mujeres mayores. Así, a las de cincuenta años “Les llamaban vieja, viuda, promiscua (…) no tenía caso de ellas”. Y sin embargo, “eran respetadas como viejas honradas, y tenían cargo de las doncellas y acudían en otras mitas y obligaciones” (p. 192). La valoración por el trabajo contrasta con la mendicidad y el desprestigio asociados a la situación colonial. Sobre las mujeres de ochenta años, de la tercera calle, dice: “Y así no tenían necesidad de limosna las dichas viejas y huérfanos que no podían: antes las dichas viejas daban de comer y criaban a los niños huérfanos” (p. 195). En tanto que ahora: “No hay quien haga otro tanto por las mozas y mozos y viejas que aún pueden trabajar. Por no abajar el lomo, se hacen pobres; mientras pobre, tiene fantasía y se hace señor. Y no lo siendo, de pichero se hace señora, doña y así es mundo al revés” (p. 195).
Todos los órdenes expuestos se concentran en mostrar la organización temporal y espacial de la sociedad indígena, entendida como un orden justo y un “buen gobierno”. La intención argumentativa y crítica se hace visible comparando unos dibujos con otros, explorando los contrastes y paralelismos, la reiteración de estilos compositivos y la organización de series. En cierto sentido, ya este ejercicio fue realizado por Rolena Adorno, al analizar las líneas divisorias internas de los cuadros, destacando los valores significativos de la derecha y la izquierda, el arriba y el abajo, el uso de las diagonales y de los espacios centrales, para argumentar que allí se esconde una suerte de inconsciente andino y una concepción indígena del espacio. Sin embargo, a mí me deja insatisfecha la aproximación estructuralista o semiótica que suele hacerse de su obra, tanto como la idea de su alteridad indígena. De manera más bien arbitraria, aplico a estos dibujos nociones anacrónicas, tomadas del cine, como la de secuencia o la de “flash back”, porque ello me permite explorar otras aristas, hipotéticas, de su pensamiento: ya sea en contraposición o como complemento al lenguaje escrito, estas ideas parecen apuntar a la comprensión, a la crítica y sobre todo a la comunicación de lo que él ve como los rasgos fundamentales del sistema colonial. En este sentido, considero que en sus dibujos hay elementos conceptuales y teóricos que se transforman en poderosos argumentos críticos. Y ellos apuntan a la imposibilidad de una dominación legítima y de un buen gobierno en un contexto colonial, conclusión que podría fácilmente extrapolarse a las actuales repúblicas andinas.
Si retornamos a la imagen de la tejedora prehispánica, el comentario es elocuente, y en él se vuelve a tematizar el nexo entre explotación laboral y desorden moral. Entre el tejido como señal de madurez y prestigio y la coacción a manos del cura doctrinero media un abismo, y si sólo contemplamos las dos últimas imágenes, este significado se pierde. La colonización de la esfera laboral podría equipararse con la maquila moderna. Una conceptualización del trabajo como castigo atraviesa el pensamiento occidental, desde la Biblia hasta las ideas de pensadores marxistas como Enrique Dussel. Pero si hacemos un “flash back”, si recuperamos la noción de convivencia entre naturaleza y seres humanos expresada en el orden de las calles y de los rituales calendáricos, aun a pesar de sus jerarquías y patriarcalismos, estamos ante una crítica mucho más severa y profunda a la explotación laboral, que se definiría ya no como extracción de plus trabajo sino como afrenta moral y un atentado contra la dignidad humana.
Un segundo ejemplo de esto que podríamos llamar la teoría iconográfica sobre la situación colonial, puede apreciarse en una escena del corregimiento, en la que los allegados y serviciales, sentados en la mesa del Corregidor, beben y comen en abundancia, mientras que el personaje del primer plano recoge en una bolsa los restos de la comida. Se trata de un indio adulto, no de un niño, puesto que las cabezas y los cuerpos de los sentados a la mesa se han representado en forma desproporcionada. Hay aquí una conceptualización indígena de la noción de opresión. En lengua aymara y qhichwa no existen palabras como opresión o explotación. Ambas ideas se resumen en la noción (aymara) de “jisk’achasiña” o “jisk’achaña”: empequeñecimiento, que se asocia a la condición humillante de la servidumbre.
La humillación y el desorden van de la mano: el mundo al revés trastoca las jerarquías, pone a los serviles en condición de mandones, y traza rutas ilegítimas de ascenso social. En el texto, Waman Puma habla de jerarquías naturales, de preservar las distancias entre lo alto y lo bajo, lo superior y lo inferior. Parece haber internalizado el discurso racial español, pero a la vez revela la existencia de un orden jerárquico prehispánico, al que representa como más legítimo. No obstante, la imagen de un indio empequeñecido ante sus iguales traza el itinerario psicológico de la dominación. La condición de pequeñez social, y la actitud de “abajar el lomo”, resumen el trasfondo moral de la penuria colonial. Más que las penas físicas, es el despojo de la dignidad y la internalización de los valores de los opresores lo que, al igual que en Frantz Fanon, hace de Waman un teórico de la condición colonial.
Otro aporte al conocimiento de los fundamentos coloniales de la sociedad, se revela en el hecho de que las relaciones que inaugura se fundan en una imagen primigenia: la condición no-humana del otro. Desconocimiento y negación que, como lo ha mostrado Jan Szeminski, no eran privativos de la mirada española sobre los indios, pues también éstos llegaron a considerar como no humanos a los recién llegados. La visión de la radical alteridad española ante los ojos indígenas se plasma en otro dibujo, que pertenece a la serie de la Conquista. El adelantado Candia, que según Waman Puma se habría entrevistado con el Inka, sostiene el siguiente diálogo:
Wayna Qhapaq: “¿kay quritachu mikhunki? (¿Este oro comes?).
Candia: “Este oro comemos”.
Lo que sigue es un juego de estereotipos y representaciones fantasiosas: En España, este encuentro revelará la existencia de un imperio de leyenda, en el que las alfombras, la ropa, los emblemas y los utensilios son de puro oro. Años más tarde, muerto el Inka Wayna Qapaq y envuelto el reino en una guerra de sucesión entre Atawallpa y su hermano Huáscar, los conquistadores, con Pizarro y Almagro a la cabeza, se preparan para la emboscada sobre el Inka Atawallpa. Pero ya éste había tenido noticia de ellos, y Waman Puma destaca la duda y el espanto que producen los extranjeros: “Como tuvo noticia Atawallpa Inka y los señores principales y capitanes y los demás indios de la vida de los españoles, se espantaron de que los cristianos no durmiesen. Es que decía porque velaban y que comían plata y oro, ellos como sus caballos. Y que traía ojotas de plata, decía de los frenos y herraduras y de las armas de hierro y de bonetes colorados. Y que de día y de noche hablaban cada uno con sus papeles, quilca. Y que todos eran amortajados, toda la cara cubierta de lana, y que se le parecía sólo los ojos. (…) Y que traían las pijas colgadas atrás larguísimas, decían de las espadas, y que estaban vestidos todo de plata fina. Y que no tenía señor mayor, que todos parecían hermanos en el traje y hablar y conversar, comer y vestir. Y una cara sólo le pareció que tenía, un señor mayor de una cara prieta y dientes y ojo blanco, que éste sólo hablaba mucho con todos” (p. 354).
Hablando de noche con sus papeles, amortajados como cadáveres (por sus barbas), dotados de atributos sexuales enormes y contrahechos y comedores de oro y plata, la corporeidad de los intrusos toca las fronteras de lo no humano. Pero sus formas de relación no son menos incomprensibles: el que manda no tiene símbolo alguno que lo distinga, tan sólo el hablar “mucho con todos”, lo opuesto al mando silencioso y simbólico del Inka. La extrañeza, el estupor y la idea de un cataclismo cósmico parecen estar en el fondo de la impotencia que se cierne sobre los miles de soldados del Inka, que no pudieron vencer a un ejército de apenas ciento sesenta hombres, con armas y animales que nunca habían visto. En un momento posterior, el cerco de los Inkas rebeldes, al mando de Manco Inka, sobre el Cusco, introduce nuevos matices en el discurso aculturado de Waman Poma. Según él la intervención de la Virgen María y del poderoso Santiago mataindios, que de inmediato se asocia con el temible Illapa, dios del rayo, habrían dado la victoria a los sitiados. Pero en el dibujo las ideas fluyen de un modo más sutil. Si ha elegido representar a ambos, el español y el Inka, en una posición simétrica, con Candia de rodillas y el Inka sentado, en una conversación aparentemente amigable y horizontal, el texto del diálogo insertado en el dibujo introduce una disyunción y un conflicto. El oro como comida despoja al visitante de su condición humana y sintetiza el estupor y la distancia ontológica que invadió a la sociedad indígena. Ésta es una metáfora central de la conquista y de la colonización. Su vigor nos permite dar un salto, del siglo dieciséis hasta el presente, de la historiografía a la política, para denunciar y combatir los alimentos trastrocados en oro, las semillas como pepitas de muerte y la perdición humana como una herida a la naturaleza y al cosmos.
Pero las lecturas historicistas, las apreciaciones basadas en ideas de “autenticidad” y autoría han hecho aun más daño a esta obra. Hay una enorme cantidad de estudiosos que se han propuesto mostrar las falsedades e invenciones del cronista, su uso de otros textos y la impresición de muchos de sus datos y personajes. El caso de Candia es elocuente: nunca se entrevistó en realidad con Wayna Qapaq, y no fue él sino Pizarro quien viajó a España con el oro del Inka. La visión estrecha de la crítica académica ha pasado así por alto el valor interpretativo de la imagen, atenida a la noción de “verdad histórica”, que salta por encima del marco conceptual y moral desde el cual se escribe o dibuja, desdeñando el potencial interpretativo de esta postura.
Lo mismo ocurre con la representación de dos ejecuciones famosas: la muerte de Atawallpa en 1533 y la de Tupaq Amaru I en 1570. Los dibujos de ambos episodios son casi idénticos [ver imágenes en páginas 16 y 17]: el Inka legítimo y el Inka rebelde de Willkapampa yacen echados, orientado su cuerpo en el mismo sentido, mientras un español les cercena la cabeza con un gran cuchillo, en tanto que otro lo sujeta por los pies. Ya sabemos que Atawallpa no murió de esta manera, pues fue sometido a la pena del garrote. En el caso de Tupak Amaru I la representación es más fiel, y la cercanía vivencial al cronista más evidente. Pero el que proyectara esta visión hacia la conquista y la muerte de Atawallpa no se justifican por falta de fuentes. ¿Puede acaso sostenerse que Waman Puma se basó en versiones falsas, que fue víctima de la desinformación o la ignorancia? Tratándose de personajes tan importantes, ¿no amerita este “error” algo más que una corrección o puntualización historiográfica?
La similitud de ambas figuras induce de modo natural a un “efecto flash back”, que nos permite ver en ellas una interpretación y no una descripción de los hechos. La sociedad indígena fue descabezada. Esta imagen se enraíza en los mitos de Inka Ri (cuya cabeza crece bajo la tierra, hasta que un día se unirá al cuerpo), que aún hoy se cuentan en comunidades del sur del Perú. Es entonces una percepción moral y política de lo ocurrido: la privación de la cabeza, tanto como el destechado de una casa, o el corte del cabello, son considerados en las sociedades andinas como ofensas máximas, producto de enemistades irreductibles. Es precisamente esta radicalidad destructora la que hace de metáfora del hecho social de la conquista y la colonización. La ironía del “Buen Gobierno” acentúa la intención argumentativa y se devela en los juicios vertidos por escrito. “¿Cómo puede sentenciar a muerte al rey ni al príncipe ni al duque ni al conde ni al marques ni al caballero un criado suyo, pobre caballero desto? Se llama alsarse y querer ser más que el rey” (p. 419).
Pero, a diferencia de Atawallpa, que murió solo, rodeado de españoles, el Tupac Amaru I es llorado por los indios, y son sus exclamaciones en qhichwa las que explicitan esa enemistad sin tregua: “Ynga Wana Cauri, maytam rinqui? Sapra aucanchiccho mana huchayocta concayquita cuchon?” (Inka Wana Cauri, ¿donde te has ido? ¿Nuestro enemigo perverso te va a cortar el cuello a ti, que eres inocente?). Juicio ético e interpretación histórica señalan así los contornos de una mirada al pasado, capaz de “encender la chispa” de rebeldías futuras, pues “ni los muertos estarán a salvo del enemigo si éste triunfa” (Benjamín).
Esta visión sombría y premonitoria, que se expresará históricamente en la gran rebelión de 1781 (Tupaq Amaru II, Tupaq Katari y otras figuras emblemáticas de esa continuidad interrumpida) puede aún contrastarse con la imagen del Indio Poeta y Astrólogo [ver página 18], aquel que sabe cultivar la comida, más allá de las contingencias de la historia.
Éste es un poeta, en el sentido Aristotélico del término: creador del mundo, productor de los alimentos, conocedor de los ciclos del cosmos. Y esta poiesis del mundo, que se realiza en la caminata, en los kipus que registran la memoria y las regularidades de los ciclos astrales, se nos figura como una evidencia y una propuesta. La alteridad indígena puede verse como una nueva universalidad, que se opone al caos y a la destrucción colonial del mundo y de la vida. Desde antiguo, hasta el presente, son las tejedoras y los poetas-astrólogos de las comunidades y pueblos, los que nos revelan esa trama alternativa y subversiva de saberes y de prácticas capaces de restaurar el mundo y devolverlo a su propio cauce.


Imágenes:
-CALENDARIO
-OTRAS IMÁGENES

21.7.10

Ch’ixinakax utxiwa. Una reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores

(Por Silvia Rivera)

1.

La condición colonial esconde múltiples paradojas. De un lado, a lo largo de la historia, el impulso modernizador de las elites europeizantes en la región andina se tradujo en sucesivos procesos de recolonización. Un ejemplo son las reformas borbónicas anteriores y posteriores al gran ciclo rebelde 1771-1781. Si bien la modernidad histórica fue esclavitud para los pueblos indígenas de América fue a la vez una arena de resistencias y conflictos, un escenario para el desarrollo de estrategias envolventes, contrahegemónicas, y de nuevos lenguajes y proyectos indígenas de la modernidad (Thomson). La condición de posibilidad de una hegemonía indígena está afincada en el territorio de la nación moderna, inserta en el mundo contemporáneo, pero capaz de retomar la memoria larga del mercado interno colonial, de la circulación a larga distancia de mercancías, de las redes de comunidades productivas –asalariadas o no– y de los centros urbanos multiculturales y abigarrados. En Potosí el gran mercado de la coca y de la plata se llamaba el Gato (castellanización de qhatu) y las qhateras eran el emblema de la modernidad indígena, el último eslabón en la realización de estas mercancías plenamente modernas y a la vez sustentadas en la tecnología y en los saberes indígenas (Numhausen). El espacio del trajín colonial fue también escenario de los Tupaq Amaru, Tupaq Katari y Tomás Katari, vinculados a la circulación mercantil de larga distancia. Y fue su experiencia de la exacción comercial de la corona –no sólo el quinto real, las alcabalas, diezmos u otras cargas fiscales, también el monopolio de la coca, el reparto forzoso de mercancías, el reclutamiento coactivo de cargadores y llameros– lo que desató la furia de la rebelión. Frente a formas rentistas y depredadoras de coacción tributaria, el proyecto de los Katari-Amaru era expresión de la modernidad indígena, donde la autodeterminación política y religiosa significaba una retoma de la historicidad propia, una descolonización de los imaginarios y de las formas de representación.
Todo ello muestra que los indígenas fuimos y somos, ante todo, seres contemporáneos, coetáneos1 y en esa dimensión –el aka pacha– se realiza y despliega nuestra propia apuesta por la modernidad. El postmodernismo culturalista que las elites impostan y que el estado reproduce de modo fragmentario y subordinado nos es ajeno como táctica. No hay “post” ni “pre” en una visión de la historia que no es lineal ni teleológica, que se mueve en ciclos y espirales, que marca un rumbo sin dejar de retornar al mismo punto. El mundo indígena no concibe a la historia linealmente, y el pasado-futuro están contenidos en el presente: la regresión o la progresión, la repetición o la superación del pasado están en juego en cada coyuntura y dependen de nuestros actos más que de nuestras palabras. El proyecto de modernidad indígena podrá aflorar desde el presente, en una espiral cuyo movimiento es un continuo retroalimentarse del pasado sobre el futuro, un “principio esperanza” o “conciencia anticipante” (Bloch) que vislumbra la descolonización y la realiza al mismo tiempo.
La experiencia de la contemporaneidad nos compromete en el presente –aka pacha– y a su vez contiene en sí misma semillas de futuro que brotan desde el fondo del pasado –qhip nayr uñtasis sarnaqapxañani. El presente es escenario de pulsiones modernizadoras y a la vez arcaizantes, de estrategias preservadores del status quo y de otras que significan la revuelta y renovación del mundo: el pachakuti. El mundo al revés del colonialismo, volverá sobre sus pies realizándose como historia sólo si se puede derrotar a aquellos que se empeñan en conservar el pasado, con todo su lastre de privilegios mal habidos. Pero si ellos triunfan, “ni el pasado podrá librarse de la furia del enemigo”, parafraseando a Walter Benjamin.
¿Quiénes son los grupos o clases arcaicos y conservadores en Bolivia? ¿Qué es la descolonización y qué tiene que ver con la modernidad? ¿Cómo se injerta el “nosotros” exclusivo, etnocéntrico, con el “nosotros inclusivo” –la patria para todos– que proyecta la descolonización? ¿Cómo hemos pensado y problematizado, desde aquí y ahora, el presente colonizado y su superación?

2.
En 1983, cuando Aníbal Quijano hablaba de los movimientos y levantamientos del campesinado andino como “prepolíticos” –en un texto que oportunamente critiqué– me hallaba escribiendo “Oprimidos pero no vencidos”, una lectura radicalmente divergente del significado y pertinencia de las movilizaciones indígenas en los Andes para las luchas del presente. En ese texto argumentaba que el levantamiento katarista-indianista de 1979 planteó a Bolivia la necesidad de una “radical y profunda descolonización” en sus estructuras políticas, económicas y sobre todo mentales, es decir en sus modos de concebir el mundo.
La conclusión a que llegaba el libro fue corolario de un análisis detallado de los distintos momentos históricos de la dominación en nuestro país –el horizonte colonial, el liberal, el populista– que trastrocaron ordenamientos legales y constitucionales pero a la vez reciclaron viejas prácticas de exclusión y discriminación. Desde el siglo diecinueve, las reformas liberales y modernizadoras en Bolivia habían dado lugar a una inclusión condicionada, a una ciudadanía “recortada y de segunda clase” (Guha). Pero el precio de esta inclusión falaz fue también el arcaismo de las elites. La recolonización permitió reproducir modos de dominación señoriales y rentistas, que se asentaban en privilegios adscriptivos otorgados por el centro del poder colonial. Hoy en día, la retórica de la igualdad y la ciudadanía se convierte en una caricatura que encubre privilegios políticos y culturales tácitos, nociones de sentido común que hacen tolerable la incongruencia y permiten reproducir las estructuras coloniales de opresión.
Las elites bolivianas son una caricatura de occidente, y al hablar de ellas no me refiero sólo a la clase política o a la burocracia estatal; también a la intelectualidad que adopta poses postmodernas y hasta postcoloniales: a la academia gringa y a sus seguidores, que construyen estructuras piramidales de poder y capital simbólico, triángulos sin base que atan verticalmente a algunas universidades de América Latina, y forman redes clientelares entre los intelectuales indígenas y afrodescendientes.
Así entonces, los departamentos de estudios culturales de muchas universidades norteamericanas han adoptado a los “estudios postcoloniales” en sus curricula, pero con un sello culturalista y academicista, desprovisto del sentido de urgencia política que caracterizó las búsquedas intelectuales de los colegas de la India. Aunque la mayoría de fundadores de la revista Subaltern Studies formaban parte de la elite bengalí en los años 1970 y 1980 –muchos se habían graduado del mismo college universitario de Calcuta– su diferencia radicaba en la lengua, en la radical alteridad que representaba hablar bengalí, hindi y otros idiomas de la India, con larga tradición de cultura escrita y reflexión filosófica. En cambio, sin alterar para nada la relación de fuerzas en los “palacios” del Imperio, los estudios culturales de las universidades norteamericanas han adoptado las ideas de los estudios de la subalternidad y han lanzado debates en América Latina, creando una jerga, un aparato conceptual y formas de referencia y contrarreferencia que han alejado la disquisición académica de los compromisos y diálogos con las fuerzas sociales insurgentes. Los Mignolo y compañía han construído un pequeño imperio dentro del imperio, recuperando estratégicamente los aportes de la escuela de los estudios de la subalternidad de la India y de múltiples vertientes latinoamericanas de reflexión crítica sobre la colonización y la descolonización.
En el frente interno, las elites bolivianas han adoptado un multiculturalismo oficial, plagado de citas de Kymlicka, y anclado en la noción de los indígenas como minorías. A nivel latinoamericano, el detonante fueron las masivas protestas contra medidas neoliberales en Venezuela (1989), México (1994), Bolivia (2000-2005), Argentina (2002), que alertaron a la tecnocracia sobre la necesidad de “humanizar el ajuste”. El corolario fue un multiculturalismo ornamental y simbólico, con fórmulas como el “etno-turismo” y el “eco-turismo”, que ponían en juego la teatralización de la condición “originaria”, anclada en el pasado e incapaz de conducir su propio destino. Como cortina de humo para esconder los negociados de la “capitalización”, Gonzalo Sánchez de Lozada adopta en 1994 la agenda culturalista de lo indígena, a través de su emblemático vicepresidente, la descentralización municipal y la reforma a la Constitución. Sea por miedo a la chusma o por seguir la agenda de sus financiadores, las elites se sensibilizan a las demandas de reconocimiento y de participación política de los movimientos sociales indígenas, y adoptan un discurso retórico y esencialista, centrado en la noción de “pueblos originarios”. El reconocimiento –recortado, condicionado y a regañadientes– de los derechos culturales y territoriales indígenas permitió así el reciclaje de las elites y la continuidad de su monopolio en el ejercicio del poder. ¿Qué significa esta reapropiación y cuáles fueron sus consecuencias? Los kataristas e indianistas, basados en el occidente andino, tenían una visión esquemática de los pueblos orientales, y hablaban de “aymaras, qhichwas y tupiguaranís” o simplemente de “indios”. En tanto que la noción de “origen” nos remite a un pasado que se imagina quieto, estático y arcaico. He ahí la recuperación estratégica de las demandas indígenas y la neutralización de su pulsión descolonizadora. Al hablar de pueblos situados en el “origen” se niega la coetaneidad de estas poblaciones y se las excluye de las lides de la modernidad. Se les otorga un status residual, y de hecho, se las convierte en minorías, encasilladas en estereotipos indigenistas del buen salvaje guardián de la naturaleza.
Así, a medida que los pueblos indígenas de oriente y occidente se recluyen en sus TCOs [Tierras Comunitarias de Origen] y se ONGizan, las nociones esencialistas y “orientalistas” (Said) se hacen hegemónicas y se convierten en el adorno multicultural del neoliberalismo. El nuevo estereotipo de lo indígena conjuga la idea de una continuidad de ocupación territorial –invariablemente rural– con una gama de rasgos étnicos y culturales que van encasillando las conductas y construyendo escenarios para un despliegue casi teatral de la alteridad. Rossana Barragán llamó a esta estrategia cholo-indígena de autoafirmación étnica, una “identidad emblemática”.
Pero el discurso multicultural escondía también una agenda oculta: negar la etnicidad de poblaciones abigarradas y aculturadas –las zonas de colonización, los centros mineros, las redes comerciales indígenas de mercado interno y de contrabando, las ciudades– le permitía a las elites y a la tecnoburocracia del estado y las ONGs cumplir con los dictados del Imperio: “coca cero”, erradicación forzosa y cierre de los mercados legales en el trópico de Cochabamba, leyes de propiedad intelectual, reforma tributaria y liquidación del contrabando. El término “pueblo originario” afirma y reconoce, pero a la vez invisibiliza y excluye a la gran mayoría de la población aymara o qhichwa hablante del subtrópico, los centros mineros, las ciudades y las redes comerciales del mercado interno y el contrabando. Es entonces un término apropiado a la estrategia de desconocer a las poblaciones indígenas en su condición de mayoría, y de negar su potencial vocación hegemónica y capacidad de efecto estatal.

3.
El multiculturalismo oficial descrito más arriba ha sido el mecanismo encubridor por excelencia de las nuevas formas de colonización. Las elites adoptan una estrategia de travestismo y articulan nuevos esquemas de cooptación y neutralización. Se reproduce así una “inclusión condicionada”, una ciudadanía recortada y de segunda clase, que moldea imaginarios e identidades subalternizadas al papel de ornamentos o masas anónimas que teatralizan su propia identidad.
¿Qué es, entonces, la descolonización? ¿Puede ser concebida tan sólo como un pensamiento o un discurso? Creo que éste es otro punto central al que escasamente se ha aludido en el debate. Un discurso modernizante –como el de los liberales a fines del siglo diecinueve– sólo podría haber sido tal habiendo estado acompañado de prácticas liberales, de operaciones genuinas de igualdad y coparticipación en la esfera de lo público. Al reconocer tan sólo malintencionada y retóricamente una igualdad a los indios, la ley de Exvinculación del 5 de octubre de 1874 cancela la reforma liberal y la convierte en un formulismo encubridor de un proceso de recolonización agresiva de los territorios indígenas a lo largo y ancho del país, que da lugar a una fuerte expansión del latifundio por la vía de la expropiación de tierras comunales. Entretanto, la elite se dedicaba a actividades rentistas, a largos viajes por Europa y, sobre todo, a negocios especulativos con la tierra y las concesiones mineras. Los “ilustrados” de entonces, tal como los “científicos” del porfiriato mexicano, construyeron así, con apoyo militante de los aparatos del estado –en especial el ejército–, una clase rentista y señorial más recalcitrantemente colonial que la española, y también más arcaica y precapitalista. En efecto, la oligarquía del siglo diecinueve se aleja de las actividades comerciales e industriales que caracterizaron a sus antecesores en el siglo dieciséis y se dedica a la usurpación de tierras, a la especulación y al comercio de exportación-importación, mientras la explotación de materias primas se encuentra bajo control del capital extranjero y el mercado interior de larga distancia (que abarca espacios transfronterizos muy amplios en todos los países vecinos) queda en manos de poblaciones indígenas y mestizas con vastas redes urbano-rurales plenamente modernas y vinculadas de lleno a la reproducción ampliada del capital. Es pues la práctica de las abigarradas colectividades productivas –incluidas aquellas que “producen” la circulación– lo que define su condición moderna, en tanto que el discurso modernizante de las elites tan sólo encubre procesos de arcaización y conservadurismo económico, cultural y político, que reproducen y renuevan la condición colonial de toda la sociedad.
No puede haber un discurso de la descolonización, una teoría de la descolonización, sin una práctica descolonizadora. El discurso del multiculturalismo y el discurso de la hibridez son lecturas esencialistas e historicistas de la cuestión indígena, que no tocan los temas de fondo de la descolonización; antes bien, encubren y renuevan prácticas efectivas de colonización y subalternización. Su función es la de suplantar a las poblaciones indígenas como sujetos de la historia, convertir sus luchas y demandas en ingredientes de una reingeniería cultural y estatal capaz de someterlas a su voluntad neutralizadora. Un “cambiar para que nada cambie” que otorgue reconocimientos retóricos y subordine clientelarmente a los indios en funciones puramente emblemáticas y simbólicas, una suerte de “pongueaje cultural” al servicio del espectáculo pluri-multi del estado y de los medios de comunicación masiva.

4.
El gatopardismo de las elites políticas y económicas en América se reproduce en pequeño en el escenario de las ciencias sociales de la región andina. Se trata de una típica estructura de “colonialismo interno”, tal como la definiera Pablo González Casanovas en 1969. La estructura arborescente del colonialismo interno se articula con los centros de poder del hemisferio norte, llámense universidades, fundaciones u organismos internacionales. Aludo a este crucial tema –el papel de los intelectuales en la dominación del imperio– porque creo que tenemos la responsabilidad colectiva de no contribuir al remozamiento de esta dominación. Al participar de estos foros y prestarnos al intercambio de ideas pudiéramos estar brindado, sin quererlo, armas al enemigo. Y este enemigo tiene múltiples facetas, tanto locales como globales, situadas en las pequeñas esquinas del “poder chiquito” de nuestras universidades y bibliotecas paupérrimas, tanto como en las cumbres del prestigio y privilegio, en esos “palacios” que según Spivak son las universidades del norte, de donde salen las ideas dominantes, los “think tanks” (tanques de pensamiento, sugerente metáfora bélica) de los poderes imperiales. La estructura ramificada del colonialismo interno-externo tiene centros y subcentros, nodos y subnodos, que conectan a ciertas universidades, corrientes disciplinarias y modas académicas del norte, con sus equivalentes en el sur. Tomemos el caso de la Universidad de Duke. El departamento de Estudios Culturales de Duke alberga en su seno a un emigrado argentino de los años 80, que pasó su juventud marxista en Francia y su madurez postcolonial y culturalista en los EE.UU. Al Dr. Mignolo se le dio en una época por alabarme, quizás poniendo en práctica un dicho del sur de Bolivia que dice “alábenlo al tonto que lo verán trabajar”. Retomaba ideas mías sobre el colonialismo interno y sobre la epistemología de la historia oral, y las regurgitaba enredadas en un discurso de la alteridad profundamente despolitizado. Se cuidaba de evitar textos polémicos como “mestizaje colonial andino”, pero asumía en forma descontextualizada algunas ideas que adelanté en “El potencial epistemológico de la historia oral”, cuando el Taller de Historia Oral Andina recién daba sus primeros pasos y no había pasado aún por las severas crisis que apenas estamos remontando hoy. Era, entonces, una visión extremadamente optimista, que en muchos sentidos ha sido reelaborada en textos míos más recientes. Pero la academia gringa no sigue el paso de nuestros debates, no interactúa con la ciencia social andina en ningún modo significativo (salvo otorgando becas o invitaciones a seminarios y simposios). Y por ello Mignolo pasó por alto esos aspectos de mi pensamiento.
La moda de la historia oral se difunde entonces a la Universidad Andina Simón Bolivar de Quito, cuyo departamento de Estudios Poscoloniales, al mando de Catherine Walsh –discípula y amiga de Mignolo–, imparte un postgrado enteramente asentado en la versión logocéntrica y nominalista de la descolonización. Neologismos como “de-colonial”, “transmodernidad”, “eco-si-mía” proliferan y enredan el lenguaje, dejando paralogizados a sus objetos de estudio –los pueblos indígenas y afrodescendientes– con quienes creen dialogar. Pero además, crean un nuevo canon académico, utilizando un mundo de referencias y contrarreferencias que establece jerarquías y adopta nuevos gurús: Mignolo, Dussel, Walsh, Sanjinés. Dotados de capital cultural y simbólico gracias al reconocimiento y la certificación desde los centros académicos de los Estados Unidos, esta nueva estructura de poder académico se realiza en la práctica a través de una red de profesores invitados y visitantes entre universidades y a través del flujo –de sur a norte– de estudiantes indígenas o afrodescendientes de Bolivia, Perú y Ecuador, que se encargan de dar sustento al multiculturalismo teórico, racializado y exotizante de las academias.
Por ello, en lugar de una geopolítica del conocimiento yo plantearía la tarea de realizar una “economía política” del conocimiento. No sólo porque la “geopolítica del conocimiento” de signo anticolonial es una noción que no se lleva a la práctica, y que más bien se contradice a través de gestos de recolonización de los imaginarios y las mentes de la intelectualidad del sur. También porque es necesario salir de la esfera de las superestructuras y desmenuzar las estrategias económicas y los mecanismos materiales que operan detrás de los discursos. El discurso postcolonial en América del Norte no sólo es una economía de ideas, también es una economía de salarios, comodidades y privilegios, así como una certificadora de valores, a través de la concesión de títulos, becas, maestrías, invitaciones a la docencia y oportunidades de publicación. Por razones obvias, y a medida que se agudiza la crisis de las universidades públicas en América Latina, el tipo de estructura que hemos descrito se presta muy bien al ejercicio del clientelismo como modo de dominación colonial. A través del juego del quién cita a quién, se estructuran jerarquías y acabamos teniendo que comer, regurgitado, el pensamiento descolonizador que las poblaciones e intelectuales indígenas de Bolivia, Perú y Ecuador habíamos producido independientemente. Y este proceso se inició en los años 1970 –el trabajo de Pablo González Casanovas, casi nunca citado, sobre “el colonialismo interno” se publicó en 1969– cuando Mignolo y Quijano estaban todavía militando en el marxismo positivista y en la visión lineal de la historia.
Aquí vale una anécdota. Escribí hace un tiempo una crítica política de la izquierda boliviana para un Seminario que organizó una fundación académica en México. El artículo, titulado “Acerca de los problemas de las llamadas izquierdas” intentaba criticar el modo en que las elites de la izquierda marxista en Bolivia, por su visión ilustrada y positivista, habían obviado la arena de la identidad india y los problemas de la descolonización, aplicando un análisis reduccionista y formulístico que les permitía reproducir cómodamente la dominación cultural que ejercían por su origen de clase y por su dominio de la lengua legítima y el pensamiento occidental. Era obvio que, para hacerlo, usaban discursos encubridores, y se autoproclamaban voceros e intérpretes de las demandas de los pueblos indígenas. Mi artículo usaba profusamente la noción de “colonialismo interno” para analizar este complejo de superioridad de los intelectuales de clase media respecto de sus pares indígenas y todas las derivaciones políticas de este hecho. Lo cierto es que los editores de la revista en inglés me sugirieron que corrija mis fuentes. Señalaron que debía citar la idea de la “colonialidad del saber”, de Aníbal Quijano, para hacer publicable mi texto ante una audiencia que desconocía por completo los aportes de González Casanovas y del Taller de Historia Oral Andina. Les respondí que yo no tenía la culpa si en 1983 Quijano no nos había leído –nosotros lo leímos a él– y que mis ideas sobre colonialismo interno en el plano del conocimiento-poder habían surgido de una trayectoria enteramente propia, iluminada por otras lecturas –como la de Maurice Halbwachs sobre la memoria colectiva, Franz Fanon sobre la internalización del enemigo y Franco Ferraroti sobre las historias de vida– y sobre todo por la experiencia de haber vivido y participado en la reorganización del movimiento aymara y en la insurgencia indígena de los años setenta y ochenta.
La estructura vertical de los triángulos sin base que genera la academia del norte en sus relaciones con universidades e intelectuales del sur se expresa de múltiples maneras. Así, Quijano formula en los años noventa la idea de la colonialidad del poder, y Mignolo a su vez formula la noción de “diferencia colonial”, reapropiándose de las ideas de Quijano y añadiéndoles nuevos matices. Así surgen las nociones de “colonialidad del saber” y “geopolítica del conocimiento”. En su libro sobre el Sistema Comunal, Félix Patzi a su vez se apoya extensamente en Quijano y en Mignolo, ignorando las ideas kataristas sobre el colonialismo interno, que ya fueron formuladas en los años ochenta, e incluso en los sesenta, en la pionera obra de Fausto Reinaga.
Las ideas recorren, como ríos, de sur a norte, y se convierten en afluentes de grandes corrientes de pensamiento. Pero como en el mercado mundial de bienes materiales, las ideas también salen del país convertidas en materia prima, que vuelve regurgitada y en gran mescolanza bajo la forma de producto terminado. Se forma así el canon de una nueva área del discurso científico social: el “pensamiento postcolonial”. Ese canon visibiliza ciertos temas y fuentes, pero deja en la sombra a otros. Así, Javier Sanjinés escribe todo un libro sobre el mestizaje en Bolivia, ignorando olímpicamente el debate boliviano sobre este mismo tema. Cooptación y mímesis, mímesis y cooptación, incorporación selectiva de ideas, selección certificadora de cuáles son más válidas para alimentar ese multiculturalismo de salón, despolitizado y cómodo, que permite acumular máscaras exóticas en el living y dialogar por lo alto sobre futuras reformas públicas. ¿Pueden creer que hasta los nombres de los ministerios en la reforma estatal del primer gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada –incluida su adopción del emblemático vicepresidente indígena Víctor Hugo Cárdenas– salieron de las oficinas del PNUD [Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo] y de las tertulias que organizaba Fernando Calderón?
Creo que el multiculturalismo de Mignolo y compañía es neutralizador de las prácticas descolonizantes, al entronizar en la academia el limitado e ilusorio reino de la discusión sobre modernidad y descolonización. Sin prestar atención a las dinámicas internas de los subalternos, las cooptaciones de este tipo neutralizan. Capturan la energía y la disponibilidad de intelectuales indígenas, hermanos y hermanas que pueden ser tentados a reproducir el ventriloquismo y la alambicada conceptualización que los aleja de sus raíces y de sus diálogos con las masas movilizadas.

5.
El título de esta ponencia es c’hixinakax utxiwa. Existe también el mundo ch’ixi. Personalmente, no me considero q’ara (culturalmente desnuda, usurpadora de lo ajeno) porque he reconocido plenamente mi origen doble, aymara y europeo, y porque vivo de mi propio esfuerzo. Por eso, me considero ch’ixi, y considero a ésta la traducción más adecuada de la mezcla abigarrada que somos las y los llamados mestizas y mestizos. La palabra ch’ixi tiene diversas connotaciones: es un color producto de la yuxtaposición, en pequeños puntos o manchas, de dos colores opuestos o contrastados: el blanco y el negro, el rojo y el verde, etc. Es ese gris jaspeado resultante de la mezcla imperceptible del blanco y el negro, que se confunden para la percepción sin nunca mezclarse del todo. La noción ch’ixi, como muchas otras (allqa, ayni) obedece a la idea aymara de algo que es y no es a la vez, es decir, a la lógica del tercero incluido. Un color gris ch’ixi es blanco y no es blanco a la vez, es blanco y también es negro, su contrario. La piedra ch’ixi, por ello, esconde en su seno animales míticos como la serpiente, el lagarto, las arañas o el sapo, animales ch’ixi que pertenecen a tiempos inmemoriales, a jaya mara, aymara. Tiempos de la indiferenciación, cuando los animales hablaban con los humanos. La potencia de lo indiferenciado es que conjuga los opuestos. Así como el allqamari conjuga el blanco y el negro en simétrica perfección, lo ch’ixi conjuga el mundo indio con su opuesto, sin mezclarse nunca con él. Pero su heterónimo, chhixi, alude a su vez a la idea de mescolanza, de pérdida de sustancia y energía. Se dice chhixi de la leña que se quema muy rápido, de aquello que es blandengue y entremezclado. Corresponde entonces a esa noción de moda de la hibridación cultural “light”, conformista con la dominación cultural contemporánea.
La noción de “hibridez” propuesta por García Canclini es una metáfora genética, que connota esterilidad. La mula es una especie híbrida y no puede reproducirse. La hibridez asume la posibilidad de que de la mezcla de dos diferentes, pueda salir un tercero completamente nuevo, una tercera raza o grupo social capaz de fusionar los rasgos de sus ancestros en una mezcla armónica y ante todo inédita. La noción de ch’ixi, por el contrario, equivale a la de “sociedad abigarrada” de Zavaleta, y plantea la coexistencia en paralelo de múltiples diferencias culturales que no se funden, sino que antagonizan o se complementan. Cada una se reproduce a sí misma desde la profundidad del pasado y se relaciona con las otras de forma contenciosa.
La posibilidad de una reforma cultural profunda en nuestra sociedad depende de la descolonización de nuestros gestos, de nuestros actos, y de la lengua con que nombramos el mundo. El retomar el bilingüismo como una práctica descolonizadora permitirá crear un “nosotros” de interlocutores/as y productores/as de conocimiento, que puede posteriormente dialogar, de igual a igual, con otros focos de pensamiento y corrientes en la academia de nuestra región y del mundo. La metáfora del ch’ixi asume un ancestro doble y contencioso, negado por procesos de aculturación y “colonización del imaginario”, pero también potencialmente armónico y libre, a través de la liberación de nuestra mitad india ancestral y el desarrollo de formas dialogales de construcción de conocimientos.
La metáfora de la hibridez plantea que podemos “entrar y salir de la modernidad” como si se tratara de una cancha o de un teatro, no de una construcción –objetiva y subjetiva a la vez– de hábitos y gestos, de modos de interacción y de ideas sobre el mundo. La apuesta india por la modernidad se centra en una noción de ciudadanía que no busca la homogeneidad sino la diferencia. Pero a la vez, al tratarse de un proyecto con vocación hegemónica, capaz de traducirse en términos prácticos en las esferas de la política y el estado, supone una capacidad de organizar la sociedad a nuestra imagen y semejanza, de armar un tejido intercultural duradero y un conjunto de normas de convivencia legítimas y estables. Esto implica construir una patria para todas y para todos. Eduardo Nina Qhispi, vinculado al movimiento de caciques apoderados de los años veinte y treinta del siglo pasado, formuló su utopía de la “renovación de Bolivia” en un contexto de sordera colonial de las elites oligárquicas y de aprestos guerreros que en el frente interno desmantelaron el liderazgo de las comunidades. En esa sociedad deseable, mestizos e indios podrían convivir en igualdad de condiciones, mediante la adopción, por parte de los primeros, de modos de convivencia legítimos asentados en la reciprocidad, la redistribución, y la autoridad como servicio. Asimismo, los indios ampliarían y adaptarían sus nociones culturalmente pautadas de la convivencia democrática y el buen gobierno, para admitir formas nuevas de comunidad e identidades mezcladas o ch’ixi, con las cuales dialogarían creativamente en un proceso de intercambio de saberes, de estéticas y de éticas.
En este terreno, la noción de identidad como territorio es propia de los varones, y las formas organizativas que han adoptado los pueblos indígenas de Bolivia están todavía marcadas por el sello colonial de la exclusión de las mujeres. En un proyecto de renovación de Bolivia habrá que superar el multiculturalismo oficial que nos recluye y estereotipa, pero también dar la vuelta al logocentrismo machista que dibuja mapas y establece pertenencias. La noción de identidad de las mujeres se asemeja al tejido. Lejos de establecer la propiedad y la jurisdicción de la autoridad de la nación –o pueblo, o autonomía indígena– la práctica femenina teje la trama de la inteculturalidad a través de sus prácticas: como productora, comerciante, tejedora, ritualista, creadora de lenguajes y de símbolos capaces de seducir al “otro” y establecer pactos de reciprocidad y convivencia entre diferentes. Esta labor seductora, aculturadora y envolvente de las mujeres permite complementar la patria-territorio con un tejido cultural dinámico, que despliega y se reproduce hasta abarcar los sectores fronterizos y mezclados –los sectores ch’ixi– que aportan con su visión de la responsabilidad personal, la privacidad y los derechos individuales asociados a la ciudadanía. La modernidad que emerge de estos tratos abigarrados y lenguajes complejos y mezclados –Gamaliel Churata los llamó “una lengua con patria”– es lo que construye la hegemonía india al realizarse en los espacios creados por la cultura invasora –el mercado, el estado, el sindicato. Al hacerlo, se funda un proyecto de modernidad más orgánica y propia que la modernidad impostada de las elites, caricaturas de occidente que viven de la ventriloquía de conceptos y teorías, de corrientes académicas y visiones del mundo copiadas del norte o tributarias de los centros de poder hegemónicos.
El pensamiento descolonizador que nos permitirá construir esta Bolivia renovada, genuinamente multicultural y descolonizada, parte de la afirmación de ese nosotros bilingue, abigarrado y ch’ixi, que se proyecta como cultura, teoría, epistemología, política de estado y también como definición nueva del bienestar y el “desarrollo”. El desafío de esta nueva autonomía reside en construir lazos sur-sur que nos permitan romper los triángulos sin base de la política y la academia del norte. Construir nuestra propia ciencia –en un diálogo entre nosotros mismos– dialogar con las ciencias de los países vecinos, afirmar nuestros lazos con las corrientes teóricas de Asia y África, y enfrentar los proyectos hegemónicos del norte con la renovada fuerza de nuestras convicciones ancestrales.

20.7.10

El otro Bicentenario

(por Silvia Rivera Cusicanqui)

La rebelión de Tupaq Katari en 1781 es parte de un ciclo de masivas movilizaciones pan-andinas que sacude toda la región en respuesta a las políticasborbónicas implantadas desde mediados de siglo, que buscaban reforzar el control de la Corona sobre la sociedad y la economía coloniales. Lo que fue en España un conjunto de reformas progresistas, en el sentido mercantil-capitalista del término, se convierten en formas de mercantilismo colonial a través de los repartos forzosos de mercancías que los corregidores peninsulares usaron como medio de apropiación coactiva de excedentes y circuitos comerciales. Estas nuevas formas de acumulación comercial en manos indígenas se habían gestado desde el siglo dieciséis en el espacio de lo que se denominó el “trajín”. En el siglo dieciocho el mercado fue escenario de formas coactivas coloniales, que forzaban a los indios a comprar y a endeudarse con los repartos, legalizados a partir de 1750. La historiografía de la rebelión pan-andina ha señalado el tema de los repartos como la causa estructural más visible detrás del malestar colectivo que culminó en la granrebelión de 1781, cuya principal batalla fue el cerco sobre la ciudad de La Paz, entre marzo y octubre de ese año, bajo el mando de Julián Apaza-Tupaq Katari y su estado mayor de autoridades indígenas.

Si miramos la rebelión de Katari desde el presente, la memoria de las acciones se proyecta en el ciclo de levantamientos y bloqueos de caminos de los años 2000-2005, con epicentro en la ciudad de El Alto, uno de los cuarteles generales de las tropas rebeldes en 1781. Lo que se ha vivido en los años recientes evoca una inversión del tiempo histórico, la insurgencia de un pasado y un futuro, que puede culminar en catástrofe o en renovación. En 1781, la derrota de los indios construyó símbolos de dominación duraderos, a través de la pintura, el teatro y la tradición oral. En 2003-2005 esa derrota revierte en una victoria de los sublevados. En esos momentos delirantes de acción colectiva, lo que se vive es un cambio en la conciencia, en las identidades y formas de conocer, en los modos de concebir la política. La crónica del presente, tanto como la historiografía del siglo dieciocho subestimaron y simplificaron la política de las comunidades para atribuirla a los excesos y promesas de un puñado de caudillos, escamoteando todo el intenso proceso de politización de la vida cotidiana que se vive en los momentos de alzamiento. En la historiografía del movimiento de Tupaq Katari ha sido frecuente la explicación del radicalismo y la violencia colectiva que lo caracterizó, a partir de una serie de atribuciones esencialistas que aluden al carácter “indómito”, “salvaje” e “irracional” de los indios, y en particular de la “raza aymara”.

Interpretaciones igualmente contradictorias del proceso insurgente pueden verse en los museos y sitios turísticos de La Paz. Así, en el Museo Costumbrista del parque Riosiño, Tupaq Katari se exhibe como un descuartizado. Esta escena ya fue introducida en el teatro: en 1786, cinco años después del suceso, en La Paz se puso en escena este episodio cruento en una obra pedagógica destinada al pueblo llano (Soria 1980). Las figuras del Museo Costumbrista retoman la tradición popular de las Alasitas con miniaturas de yeso, pero muestran a Katari en el momento mismo de su descuartizamiento. La escena plasma la soledad del cuerpo indígena –separado de sus bases comunitarias y atado a cuatro caballos– en medio de los verdugos que lo rodean. Pero la imagen debe tener resonancias distintas según quién la mire: para unos será un indio sanguinario que recibió su merecido; para otros un cuerpo desmembrado que se reunificará algún día inaugurando un nuevo ciclo de la historia.

En el Museo de la Casa Murillo, en la calle Jaén se exhibe el cuadro de Florentino Olivares, realizado en el siglo diecinueve, copia de un lienzo perdido de fines del dieciocho. Se ve allí el cerco aymara sobre una ciudad militarizada. El asedio de miles de cuerpos oscuros en el horizonte confronta la marcha de caballería y tropa armada, pero unos pocos detalles –los ahorcados por ambos bandos– marcan la memoria de una dramática lucha de exterminio. El terror urbano se transforma en linchamiento: la ciudad parece obstinarse en esta memoria amenazante: ayer indios pululando por las alturas, controlando los cerros, dominando el paisaje yestrangulando a la hoyada desde El Alto y el cerro Killi-Killi. Hoy ladrones y migrantes desarraigados que salen de las fronteras de la sociedad y la amenazan con violencias individualizadas.

La cima de ese cerro, donde fue expuesta la cabeza de Katari después de su descuartizamiento, se ha convertido hoy en un mirador turístico que ofrece una vista soberbia sobre la hoyada paceña, pero cada 14 de noviembre este “lugar de memoria” convoca a ayllus y comunidades aymaras, a movimientos políticos indianistas y a especialistas rituales, que llaman a continuar la lucha e invocan la reunificación del cuerpo político fragmentado de la sociedad indígena.

Estas visiones conflictivas de la historia nos han acompañado desde los años setenta, cuando se reorganiza la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia, bajo la égida del movimiento katarista, decretando un masivo bloqueo de caminos en noviembre de 1979, que paraliza las comunicaciones y abastecimientos de las ciudades durante varias semanas. En este contexto, la imagen del cerco retorna amenazante, y en los barrios ricos se organizan piquetes de autodefensa armada para responder a la inminente violencia de los alzados. En el 2003, el cerco indio se amplia desde El Alto hacia la zona residencial de La Paz, donde se levantan las comunidades de Apaña y Uni. Al igual que en 1979, la paranoia cunde en los barriosricos de la zona sur. La reacción del estado ante este cerco indio fue una masacre preventiva: respuesta típicamente colonial ante las demandas democráticas de la participación política indígena. Ambas movilizaciones se nutren del proceso de 1781: las marchas, bloqueos, tomas de cerros y el asedio a los centros de poder, tanto como la represión y la violencia punitiva en contra de la multitud insurgente, tienen esa larga raíz y forman parte de la memoria colectiva de todas y todos los participantes.

El estudio más completo sobre el ciclo katarista de 1781 es la tesis doctoral de Sinclair Thomson, que en su edición castellana titula Cuando sólo gobernasen los indios. La política aymara en la era de la insurgencia(La Paz, 2007). La omisión de las fechas en el título obedece al deseo del autor de provocar resonancias con la insurgencia del presente. El libro trata de un ciclo largo de rebeliones, en el que se van formulando temas recurrentes. Estos, a su vez, rebrotarán a la superficie en 1979 y 2000-2005 reiterando las tácticas y las formas de lucha simbólica de la gran rebelión, pero transformándolas al calor de los desafíos y condiciones de cada momento histórico. Los temas retornan pero las disyunciones y salidas son diversas; se vuelve, pero no a lo mismo. Es como un movimiento en espiral. La memoria histórica se reactiva y a la vez se reelabora y resignifica en las crisis y ciclos de rebelión posteriores. Es evidente que en una situación colonial, lo “no dicho” es lo que más significa; las palabras encubren más que revelan, y el lenguaje simbólico toma la escena. Es a través de ese acto brutal de violencia simbólica, el descuartizamiento de Katari, que Thomson organiza su estrategia de investigación, viendo dónde llevaron los miembros de su cuerpo después de su muerte en Peñas. La cabeza la exhibieron en el cerro Killi-Killi, ladera este de La Paz. El brazo derecho fue llevado a la plaza de Ayo Ayo (provincia Sicasica), la pierna derecha a la plaza de Chulumani (en los Yungas de La Paz), el brazo izquierdo a la plaza de Achacachi (provincia Omasuyos) y la piernaizquierda a la del pueblo de Caquiaviri (provincia Pacajes) (Thomson 2007: 19-24). Son estos cuatro lugares los que orientan su búsqueda en los archivos, y allí descubre nexos con las provincias Chuchuito (en el actual Perú) y Larecaja, en el norte de La Paz, conformando así un trayecto de estudio comprensivo, pero a la vez profundizando algunos casos y lugares que le permiten ver procesos largos que se desenvuelven durante décadas.

Las rebeliones del siglo dieciocho fueron una propuesta de orden social basada en el reconocimiento de las diferencias; en la posibilidad de una civilidad compartida y una autoridad legítima. Ese nuevo orden social no implicaba necesariamente la expulsión o el exterminio, más bien adoptó la imagen de una restitución o reconstitución: el “mundo al revés” (Waman Poma) devolvería sus fundamentos éticos al orden social. Se construiría un espacio de mediación pensado y vivido desde una sintaxis propia.

Aquí vale la pena mencionar la visión de este cronista qhichwasobre dos hechos fundamentales de la conquista: la captura y muerte de Atawallpa en 1532 y la ejecución de Tupaq Amaru I, el Inka rebelde de Willkapampa. A través de sus dibujos, Waman Puma crea una teoría visual del sistema colonial. Al representar la muerte de Atawallpa lo dibuja siendo decapitado con un gran cuchillo por funcionarios españoles. La figura se repite en el caso de Tupaq Amaru I, ejecutado en 1571. Pero sólo este último murió decapitado, mientras que al Inka Atawallpa le aplicaron la pena del garrote. La “equivocación” de Waman Puma revela una interpretación y una teorización propia sobre estos hechos: la muerte del Inka fue, efectivamente, un descabezamiento de la sociedad colonizada. Sin duda hay aquí una noción de “cabeza” que no implica la usual jerarquía respecto al resto del cuerpo: la cabeza es el complemento del chuyma –las entrañas– y no su dirección pensante. Su decapitación significa entonces una profunda desorganización y desequilibrio en el cuerpo político de la sociedad indígena.

Pero esta visión sombría y premonitoria, que se expresó en el ciclo de 1781, puede contrastarse con la imagen del Indio Poeta y Astrólogo, aquel que sabe cultivar la comida, descifrar las marcas del tiempo-espacio y trajinar por el mundo, más allá de las contingencias de la historia.

imágenes:

- CONQUISTA Cortanle la cavesa a Atagualpa Inga Uman Tauchun / Murió Atahualpa en la ciudad de Caxamarca.

- BUEN GOBIERNO A topa amaro le cortan la cavesa en el cuzco.

- INDIOS / ASTRÓLOGO POETA QUE SABE del ruedo del sol y de la luna y eclipse y de estrellas y cometas, ora, domingo y mes y año y de los quatro vientos del mundo para sembrar la comida. Desde antiguo.)









17.7.10

Silvia Rivera Cusicanqui vive en La Paz, donde se desempeña como socióloga y docente de la Universidad Mayor de San Andrés. Ha publicado numerosos trabajos sobre la historia política y social de Bolivia, entre ellos Oprimidos pero no vencidos, Las fronteras de la coca y Ser mujer indígena, chola o birlocha en la Bolivia postcolonial de los años 90. A comienzos de la década del ochenta fundó el Taller de Historia Oral Andina y participó activamente en la editorial Aruwiyiri. Actualmente integra El Colectivo, grupo de investigación que publica una revista “estacional, alternativa e irreverente”.

Desde hace cierto tiempo Silvia plantea una metodología novedosa para el análisis histórico: la sociología de la imagen. Las imágenes tienen la fuerza de construir una narrativa crítica, capaz de desenmascarar las distintas formas del colonialismo contemporáneo. Son las imágenes más que las palabras, en el contexto de un devenir histórico que jerarquizó lo discursivo en detrimento de las culturas visuales, lo que permite captar los sentidos bloqueados y olvidados por la lengua oficial.

“Hay en el colonialismo una función muy peculiar para las palabras: ellas no designan, sino que encubren”. Por eso la descolonización no puede ser sólo un pensamiento o una retórica, porque las palabras suelen desentenderse de las prácticas. Se puede hablar contra el racismo mientras éste impregna y orienta, subterráneamente, lo que se hace. ¿Cómo explicar sino, inquiere Silvia, los estallidos racistas colectivos en Cochabamba y Sucre en 2007 y 2008?

Al mismo tiempo, el registro visual nos permite descubrir los modos en que el colonialismo se combate, se subvierte, se ironiza, ahora y siempre. Es así que los dibujos de un cronista del siglo XVII (que forman parte de este libro) pueden interpretarse como verdaderos flash backs desde los que repensar el pasado según una nueva mirada del presente. Y viceversa: porque a partir de esas imágenes de antaño que se sustraen al ordenamiento histórico oficial, es posible reabrir la pretendida objetividad del presente. Este procedimiento de “teorización visual” es entonces doblemente filoso, en tanto nos habla de una historia viva, que pugna constantemente por irrumpir, sometida a un juego de fuerzas que la actualiza y, además, nos conecta con las culturas visuales como potencias de interpretación, desmitificación y contrapunto de las culturas letradas.

¿Y qué son hoy nuestras ciudades sino una suerte de exceso de imágenes, de desborde visual, una promiscuidad de escenas, signos y situaciones?

La vida urbana contemporánea –en La Paz o en Buenos Aires– nos liga directamente con otra preocupación de Silvia: el modo en que lo mestizo o lo ch’ixi da cuenta de una realidad donde “coexisten en paralelo múltiples diferencias culturales, que no se funden sino que antagonizan o se complementan”. Una mezcla no exenta de conflicto, ya que “cada diferencia se reproduce a sí misma desde la profundidad del pasado y se relaciona con las otras de forma contenciosa”.

En pleno auge de los festejos bicentenarios en nuestro continente, lo indio no puede reducirse a lo arcaico ni lo originario convertirse en un estereotipo más. La actualidad de nuestras abigarradas ciudades no puede pensarse sin ese conjunto de desplazamientos territoriales que atraviesan todo tipo de fronteras (de países, oficios, costumbres, lenguajes, comidas, etc.). Es en ese ir y venir incesante se constituye la trama material de nuestra vida diaria.

Lo indio no debe ser planteado entonces en términos de una identidad rígida, pero tampoco puede subsumirse en el discurso ficticio de la hibridación. Lo ch’ixi como alternativa a tales posturas, conjuga opuestos sin subsumir uno en el otro, yuxtaponiendo diferencias concretas que no tienden a fundirse en una comunión jerarquizada. Lo ch’ixi constituye una imagen poderosa para pensar la coexistencia de elementos heterogéneos que no tienden a la fusión y que tampoco producen un término nuevo, superador y englobante.

Con esta publicación conjunta entre Editorial Retazos y Tinta Limón, buscamos vincular tales elaboraciones con las realidades que desde aquí vivimos. Situaciones complejas y singulares, donde suele pasar que en nombre de las “tradiciones andinas” se justifique judicialmente la explotación a destajo en los talleres textiles clandestinos. Pero también nos interesa desafiar estos textos a partir de las experiencias de construcción de nuevos territorios en los que se reinventan las figuras del hacer colectivo. Territorios que conjugan de otra manera las formas comunitarias y la organización política autónoma. Estas premisas nos permiten relanzar, aquí y ahora, la pregunta por las prácticas de descolonización.